Hace, tiempo, cuando leí este libro de Donald Norman, me hizo ver los objetos que usamos todos los días con otro punto de vista. Algunos me sorprendieron por su inteligencia y sencillez y otros por su dificultad para un manejo sencillo a pesar de ser útiles que conviven con nosotros desde hace años.
Por ejemplo, recuerdo un mando a distancia de un descodificador de la TV que a pesar de que el botón de OK, que servía para aceptar cualquier opción elegida era que más se utilizaba, incomprensiblemente era minúsculo y estaba rodeado por otros que desbarataban la función deseada, de tal manera que cualquier acción sencilla se convertía en una aventura de final desconocido.
La realidad es que cuando Donald Norman publicó The Design of Everyday Things en 1988 —traducido al español como Psicología de los objetos cotidianos— no sólo estaba escribiendo un libro sobre diseño industrial. Estaba sentando las bases de una filosofía que cambiaría para siempre la forma en que concebimos la interacción entre las personas y los objetos. Su enfoque, profundamente humano, rompió con la idea de que el diseño debía ser únicamente estético o funcional: debía ser comprensible, intuitivo y empático con las necesidades reales del usuario.
En aquel momento, la industria estaba dominada por la ingeniería y la producción en masa. Los objetos se diseñaban para ser fabricados de forma eficiente, no necesariamente para ser entendidos de inmediato por quienes los usaban. Norman introdujo conceptos como affordances (posibilidades de acción que un objeto sugiere), signifiers (señales que indican cómo usarlo) y feedback (retroalimentación que confirma la acción realizada). Estos principios, que hoy parecen evidentes, eran revolucionarios en un mundo donde la usabilidad rara vez se consideraba un factor de diseño prioritario.
La influencia de este libro en el diseño industrial ha sido profunda y duradera. Desde electrodomésticos hasta herramientas manuales, pasando por mobiliario y sistemas de transporte, la idea de que un objeto debe “explicarse a sí mismo” ha permeado en múltiples industrias. El ejemplo clásico de Norman —la puerta que no deja claro si hay que empujar o tirar— sigue siendo una metáfora poderosa de lo que ocurre cuando el diseño falla en comunicar su propósito. En la actualidad, muchas empresas incorporan pruebas de usabilidad y prototipado temprano no solo para validar la resistencia o el coste de un producto, sino para asegurarse de que su uso sea intuitivo.
Pero lo verdaderamente fascinante es cómo los principios de Norman han trascendido el mundo físico para influir en el diseño digital. En la década de los noventa, cuando la web comenzaba a expandirse, la mayoría de los sitios eran poco más que páginas estáticas con enlaces y texto. La usabilidad era un concepto incipiente, y la experiencia del usuario quedaba relegada a un segundo plano. Sin embargo, a medida que las interfaces gráficas y las aplicaciones web se hicieron más complejas, las ideas de Norman encontraron un nuevo terreno fértil.
En el diseño web actual, los affordances se traducen en elementos visuales que sugieren su función: botones con relieve que invitan a ser pulsados, iconos reconocibles que indican acciones comunes, menús que se despliegan de forma predecible. Los signifiers son ahora microinteracciones, cambios de color al pasar el cursor, animaciones sutiles que guían la atención del usuario. El feedback se manifiesta en notificaciones, mensajes de confirmación y transiciones fluidas que indican que una acción ha sido completada con éxito.
La usabilidad en aplicaciones móviles lleva estos principios aún más lejos. En un espacio reducido, cada elemento debe comunicar su función de forma inmediata. Un gesto mal interpretado o un icono ambiguo puede frustrar al usuario y provocar el abandono de la aplicación. Aquí, la lección de Norman sobre la importancia de la visibilidad y la coherencia es más relevante que nunca: los usuarios no deberían necesitar un manual para entender cómo interactuar con una interfaz.
Además, el libro de Norman anticipa un aspecto que hoy es central en el diseño digital: la carga cognitiva. Un objeto —o una interfaz— que exige demasiado esfuerzo mental para ser comprendido genera fricción y reduce la satisfacción del usuario. En la web, esto se traduce en interfaces limpias, jerarquías visuales claras y flujos de navegación que minimizan el número de pasos para completar una tarea. La simplicidad no es una cuestión estética, sino una estrategia para optimizar la experiencia.
Otro punto clave es la tolerancia al error. Norman defendía que los objetos debían diseñarse para prevenir errores, pero también para que, si ocurren, las consecuencias sean mínimas y fácilmente reversibles. En el entorno digital, esto se refleja en funciones como el “deshacer” en editores de texto, la confirmación antes de eliminar un archivo o la posibilidad de recuperar un carrito de compra abandonado. Diseñar para el error no es asumir que el usuario fallará, sino aceptar que la interacción humana es imperfecta y que el diseño debe adaptarse a esa realidad.
La vigencia de Psicología de los objetos cotidianos se explica porque no es un manual técnico limitado a una época o a una tecnología concreta. Es un manifiesto sobre cómo pensar el diseño desde la perspectiva del usuario, independientemente del medio. Por eso, sus principios son aplicables tanto a una cafetera como a una aplicación de banca móvil. En ambos casos, el éxito del diseño se mide por la facilidad con la que el usuario logra su objetivo sin frustración ni confusión.
En un mundo donde la tecnología evoluciona a un ritmo vertiginoso, el riesgo es olvidar que, al final, diseñamos para personas. La inteligencia artificial, la realidad aumentada o el internet de las cosas ofrecen posibilidades inmensas, pero si no se aplican con un enfoque centrado en el usuario, pueden convertirse en experiencias alienantes. Norman nos recuerda que la clave está en la empatía: entender cómo piensa, percibe y actúa la persona que interactuará con nuestro diseño.
Hoy, más de tres décadas después de su publicación, Psicología de los objetos cotidianos sigue siendo lectura obligada para diseñadores industriales, gráficos, desarrolladores web y creadores de aplicaciones. No solo por su valor histórico, sino porque sus enseñanzas son un mapa para navegar cualquier proceso de diseño. En un mercado saturado de productos y servicios, la usabilidad y la claridad no son un lujo: son una ventaja competitiva.